En la cara le daba el aire,
y no se meneaba.
La sombra de los abedules
le bailaba en la cara;
y no parpadeaba.
Le manaba
del rincón de la boca
un hilillo de fresca baba.
Y no se le daba nada.
Era el hombre dormido.
¡Qué bien alentaba!
Y el sueño bendito
le despertaba
amor de balde
por sus entrañas
dulces, lejanas.
El sueño sin nombre
le desleía el alma.
El airecillo
le secaba las lágrimas.
Y él no sabía,
no sabía nada.
Agustín Garrcía Calvo
Amancio Prada
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