No salieron jamás del vergel del abrazo. Y ante el rojo rosal de los besos rodaron.
Huracanes quisieron con rencor separarlos. Y las hachas tajantes y los rígidos rayos.
Aumentaron la tierra de las pálidas manos. Precipicios midieron, por el viento impulsados entre bocas deshechas. Recorrieron naufragios, cada vez más profundos en sus cuerpos sus brazos.
Perseguidos, hundidos por un gran desamparo de recuerdos y lunas de noviembres y marzos, aventados se vieron como polvo liviano: aventados se vieron, pero siempre abrazados.
Estos poemas los desencadenaste tú, como se desencadena el viento, sin saber hacia dónde ni por qué. Son dones del azar o del destino, que a veces la soledad arremolina o barre; nada más que palabras que se encuentran, que se atraen y se juntan irremediablemente, y hacen un ruido melodioso o triste, lo mismo que dos cuerpos que se aman.
Todos -casi todos- esconden un puñal. Cautos a la espera del momento mejor para clavarlo. En tanto, sonríen, saludan, ponen buena cara, pues algún gesto o cara hay que poner…
Los perros de la envidia, los osos arrogantes, el orgullo como gigantes hormigas, la altivez espantosa, la ingente vanidad egomaníaca y en tiña como un pez enfermo,
llenan ese cóctel que es pura apariencia solo batintín de palabras cordiales pero huecas. El puñal y la horda aguardan su momento.
Cuando llegue, todo será carnicería y fango. Aplastados, heridos, humillados o rotos entre sí los altaneros hombres celebran su destino.
Es una herida tan bella, que estoy sufriendo por ella y estoy a gusto en mi herida.
Por ella me desespero, muerdo la flor de la tuera, vivo como si viviera en medio de un avispero.
Por ella estoy que me muero, y a pesar de andar metida en vida tan dolorida, sufro sola, sangro sola al compás de la amapola, y estoy a gusto en mi herida.
Sé que recrearme así en esta herida fatal solamente agrupa el mal sobre la triste de mí.
Sé que de este frenesí he de salir tan vencida como la hoja caída antes del otoño amargo, y lo espero, sin embargo, y estoy a gusto en mi herida.
Por Juan moriré a pedazos, lo sé, pero no me asusto, que ya muero por mi gusto en más de dos o tres plazos.
Solos se me abren los brazos a su presencia querida, y aunque se cansa mi vida de tenerlos siempre abiertos, aguardo amores inciertos, y estoy a gusto en mi herida.
Desde que entré en las prisiones de esta rabiosa pasión tengo, en vez de un corazón, no sé cuántos corazones.
Siento en el pecho millones, y en cada uno él anida: por eso, desatendida y sin amor como estoy, uno a uno se los doy, y estoy a gusto en mi herida.
"Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.
¿Qué queda de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece? Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido. Y menos mal cuando no lo punza la sombra de aquellas espinas; de aquellas espinas, ya sabéis.
Las siguientes páginas son el recuerdo de un olvido."
Hermano... tuya es la hacienda...
la casa, el caballo y la pistola...
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo...
mas yo te dejo mudo... ¡mudo!...
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle: «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos, con un ruego común: «¡Quédate hermano!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; incorporóse lentamente, abrazó al primer hombre; echóse a andar...