Manzanas levemente heridas
por finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.
Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.
Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.
Pero el viejo de las manos traslúcidas
dirá: Amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos;
dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;
dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.
Mientras tanto, mientras tanto ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música,
porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.
A esta hora exactamente,
hay un niño en la calle.
¡Hay un niño en la calle!
Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate,
poniéndole una estrella en el sitio del hambre,
de otro modo es inútil, de otro modo es absurdo
ensayar en la tierra la alegría y el canto,
porque de nada vale si hay un niño en la calle.
"Todo lo tóxico de mi país a mí me entra por la nariz
Lavo autos, limpio zapatos, huelo pega y también huelo paco
Robo billeteras pero soy buena gente, soy una sonrisa sin dientes
Lluvia sin techo, uña con tierra, soy lo que sobró de la guerra
Un estómago vacío, soy un golpe en la rodilla que se cura con el frío
El mejor guía turístico del arrabal, por tres pesos te paseo por la capital
No necesito visa para volar por el redondel porque yo juego con aviones de papel
Arroz con piedra, fango con vino, y lo que me falta me lo imagino."
No debe andar el mundo con el amor descalzo
enarbolando un diario como un ala en la mano
trepándose a los trenes, canjeándonos la risa,
golpeándonos el pecho con un ala cansada,
no debe andar la vida, recién nacida, a precio,
la niñez arriesgada a una estrecha ganancia,
porque entonces las manos son inútiles fardos
y el corazón, apenas, una mala palabra.
"Cuando cae la noche duermo despierto, un ojo cerrado y el otro abierto
Por si los tigres me escupen un balazo mi vida es como un circo
Pero sin payaso
Voy caminando por la zanja haciendo malabares con 5 naranjas
Pidiendo plata a todos los que pueda en una bicicleta de una sola rueda
Soy oxígeno para este continente, soy lo que descuidó el presidente
No te asustes si tengo mal aliento, si me ves sin camisa con las tetillas al viento
Yo soy un elemento más del paisaje, los residuos de la calle son mi camuflaje
Como algo que existe que parece de mentira, algo sin vida pero que respira."
Pobre del que ha olvidado que hay un niño en la calle,
que hay millones de niños que viven en la calle
y multitud de niños que crecen en la calle,
yo los veo apretando su corazón pequeño,
mirándonos a todas con fábula en los ojos,
un relámpago trunco les cruza la mirada,
porque nadie protege esa vida que crece
y el amor se ha perdido, como un niño en la calle.
Oye a esta hora exactamente hay un niño en la calle.
Hay un niño en la calle.
Armando Tejada Gómez
René Pérez (Residente), las dos estrofas entrecomilladas
Nuestro ojo se detiene en una tierra seca.
El sol golpea con violencia.
El plano de visión se va abriendo poco a poco. Una madre llora en la arena.
La muerte de un hijo. Se sigue abriendo el plano. Nuestra pupila enfoca desde el aire. Se detiene.
Un campamento. Refugiados. Tierra devastada. Ocupación.
Es Palestina. Es 16 de Diciembre. Es 1950. Allí nace un niño. Ese niño es mi padre.
Nacer en Palestina significa
tener la mirada llena de alambradas, no poseer más tierra que la de tus zapatos.
La ocupación convirtió la infancia de mi padre
en una palabra tachada,
en un brusco trayecto hacia la adolescencia.
Corría su niñez en pantalón corto
perseguida por la imagen borrosa de los amigos perdidos,
de otros niños arrancados de la vida a cañonazos.
Dice, dice que su infancia fue feliz, con sus dos bolsillos llenos
de palomas muertas hasta los bordes.
Allí vio a la fatalidad, como un habitante más,
cruzando por la calle,
cruzando la alambrada,
cruzando hasta su vida,
la desesperanza empotrada en las costillas.
Dice que su infancia fue feliz.
Nunca quise preguntar mucho por su adolescencia.
Porque sé que fue un joven abrochado a un fusil,
un imberbe bajo el plomo.
No tuvo que ser fácil resolver esa ecuación:
guerra, ocupación y adolescencia.
Los primeros años de su vida se fueron por el desagüe de la historia, pisoteados por la bota militar del siglo XX.
La guerra lo convirtió
en huérfano de su propia niñez,
en viudo de los mejores años de su juventud,
en el hijo ilegítimo de la derrota.
Aprendió a correr en 1967.
Se libraba la Guerra de los Seis Días en Palestina.
El desastre lo empapaba todo con sus manos. La muerte se bajó en su parada,
iba a por él y sus amigos,
a recogerlos en la valla del colegio. Tres jóvenes conforman la escena,
tres jóvenes reclutas.
Dieciséis años, dieciséis ventanas a la catástrofe. Palestina significa catástrofe.
Ellos lo saben, nacieron en la tierra equivocada. Para otros tener dieciséis
pasaba por invitar a chicas hermosas a apurar la vida,
pero Palestina significa desconsuelo,
significa humillación.
Palestina es una vista panorámica del desasosiego,
el nombre en árabe de la desesperación.
Palestina es ningún lugar,
una tierra inexistente en los registros,
kilómetros cuadrados de amargura.
Como decía: dieciséis años, tres niños asustados, varios tanques a su encuentro.
Allí vio mi padre a la amistad
colgar desangrada de esa valla
que uno de ellos nunca pudo superar.
Corrió. El corrió.
Corrió hacia las montañas, corrió como quien busca otra vida, algún despiste del destino que le permitiera contarlo.
Debió equivocarse la guadaña
porque quien escribe esto es su hijo.
Este poema es la deuda que tenía con él, con sus pies que nacieron descalzos y sin tierra,
con sus pies doloridos que no pudieron pisar nunca
un metro cuadrado de tranquilidad,
mi deuda con sus pies que corrieron bajo el fuego enemigo, mi deuda con sus piernas que temblaron bajo el fuego enemigo,
mi deuda con sus manos atadas por el odio enemigo.
Gracias padre, por correr para que hoy yo estuviera aquí.
Seguramente en Palestina haya una bala fallida
con mi nombre escrito en el acero.
Yo sé que ha pasado el tiempo,
pero no se puede mirar a la muerte a los ojos y regresar intacto. Nadie, nadie puede.
Palestina significa ocupación, injusticia, derrumbe. En esto consistió la vida de mi padre allí.
Episodios como estos hacen
que uno nunca llegue a ser del todo adulto
y nunca pueda ser del todo un niño.
La infancia se va. El agujero, el agujero permanece.
No conozco a ningún palestino
al que no le duela un país entero dentro.
No lo conozco.
Huir, plantar tus doloridas raíces en otra tierra
—como si eso fuera posible—
era la única puerta a la esperanza,
una vida sin señales de retorno. Es difícil vivir cuando se está
a 15 minutos del próximo estruendo,
tan al borde de otra nueva humillación.
Y de luto las palabras, de luto los hermanos,
de luto las escuelas y el refugio, de luto bicicletas,
de luto el aire la risa cancelada los olivos los pañuelos, todo de luto.
Y luego el silencio.
A la historia de Palestina la acompaña el silencio.
Mi padre es un hijo del desastre
e hijo del silencio.
Todos los palestinos que abandonaron
un día sus casas para no volver,
aquellos que buscaron esquivar el daño en otra tierra,
son hijos del silencio.
Son los escritores de novelas sin páginas
que cuentan esas historias
en las que la obligación de emigrar
convierte a los hombres en familia de la nada,
con sus padres lejos, sus hermanos lejos,
con su patria ausente
y sus sueños desbaratados en alguna parte.
Debería acabar ya este poema.
Darle al botón de apagado del renglón.
Necesito un final.
Os contaré algo: lo que me produce saber que mi padre tuviera que soportar la brutalidad del hombre siendo niño.
Pienso en él con 5 años, temblando, en tierra hostil
con su cuerpo diminuto,
con su pequeña alma de refugiado y solo quisiera acudir en su busca
tomarlo en brazos, salvarlo de aquello,
abrazarlo y acariciarlo,
poder acunar al niño que fue mi padre y protegerlo,
llevarlo de la mano a algún parque
a comer helado, jugar con él, sentir su risa,
hacerle cosquillas, hacer lo que sea
para abrir las puertas que se le cerraron dentro
y que olvide todo lo que tuvo que pasar siendo tan frágil.
Y al abrazarlo, ser el hombre
que salva a todos los niños indefensos,
a todos los que pagan en su niñez
la brutalidad del mundo adulto,
ser el guardián entre el centeno,
salvar a quien se asome al precipicio.
Eso quisiera, eso quisiera.
Desde que tengo consciencia de esto,
jamás he dejado de preguntarme
—y ahora te hablo a ti, Padre—,
cómo lo lograste,
cómo lo hiciste para,
no traer nada de eso a nuestras vidas,
cómo pudiste con aquello,
cómo diablos lograste
después de todo,
seguir teniendo tanta luz en la mirada.
No me contéis más cuentos.
Contad
y recontadme este sueño.
Romped,
rompedme los espejos,
deshacedme los estanques,
los lazos,
los anillos,
los cercos,
las redes,
las trampas
y todos los caminos paralelos.
Que no quiero,
que no quiero,
que no quiero,
que me arrullen con cuentos;
que no quiero,
que no quiero,
que no quiero,
que no quiero que me sellen la boca y los ojos con cuentos;
que no quiero,
que no quiero,
que no quiero,
que no quiero que me entierren con cuentos;
que no quiero,
que no quiero,
que no quiero,
que no quiero verme clavado en el tiempo,
que no quiero verme en el agua,
que no quiero verme en la tierra tampoco,
que no quiero verme a su ovillo como un hilo de baba sujeto…
Quiero verme en el viento,
quiero verme en el viento,
quiero verme en el viento,
quiero verme en el viento.
Quiero, ¡quiero!… sueño… ¡sueño!…
Soy gusano que sueña … y ¡sueño!…
¡verme un día volando en el viento!
Tres eran tres mis bienes de antaño:
tu letra, tu voz y un pañuelo blanco.
Tu letra entre miles reconocería,
la T de «te quiero», el A de «alma mía»;
tu voz brasa y miel en la noche fría.
Y desde el balcón, al rayar el día,
el pañuelo «vuelve» y «adiós» te decía.
Tres eran tres mis bienes de antaño,
y los tres son hoy recuerdo aventado.
Tu voz se me pierde por esos barrancos,
las cartas las lleva el viento a otro lado.
Ni letra, ni voz,
ni el pañuelo sabe
a quién dice adiós.
He cerrado mi balcón
porque no quiero oír el llanto
pero por detrás de los grises muros
no se oye otra cosa que el llanto.
Hay muy pocos ángeles que canten,
hay muy pocos perros que ladren,
mil violines caben en la palma de mi mano.
Pero el llanto es un perro inmenso,
el llanto es un ángel inmenso,
el llanto es un violín inmenso,
las lágrimas amordazan al viento
y no se oye otra cosa que el llanto.
Silencio de cal y mirto.
Malvas en las hierbas finas.
La monja borda alhelíes
sobre una tela pajiza.
Vuelan en la araña gris,
siete pájaros del prisma.
La iglesia gruñe a lo lejos
como un oso panza arriba.
¡Qué bien borda! ¡Con qué gracia!
Sobre la tela pajiza,
ella quisiera bordar
flores de su fantasía.
¡Qué girasol! ¡Qué magnolia
de lentejuelas y cintas!
¡Qué azafranes y qué lunas,
en el mantel de la misa!
Cinco toronjas se endulzan
en la cercana cocina.
Las cinco llagas de Cristo
cortadas en Almería.
Por los ojos de la monja
galopan dos caballistas.
Un rumor último y sordo
le despega la camisa,
y al mirar nubes y montes
en las yertas lejanías,
se quiebra su corazón
de azúcar y yerbaluisa.
¡Oh!, qué llanura empinada
con veinte soles arriba.
¡Qué ríos puestos de pie
vislumbra su fantasía!
Pero sigue con sus flores,
mientras que de pie, en la brisa,
la luz juega el ajedrez
alto de la celosía.
Dame
nube olvidada
tu hermosa tristeza sin arraigo.
Dame
Vida mía única
tu imposible verdad.
Dame
mi soledad
tu repleta cosecha de renuncias.
Dame
muerte mía
tu relámpago de abrasado total.
Y tú-electrón terrible,
y tú-vértigo de distancias,
y tú-velocidad de la luz,
y tú-infinitud de guarismos,
y tú-secreto goce germinal de las pequeñas larvas que bucean hacia el sol,
y tú-lindo caballito de cartón de mis sueños de niño destripador,
dadme en seguro trance
vuestro centro inexorable
de palpitar dulcísimo:
entregadme en éxtasis deslumbrado
el devenir ciego de tanta primavera tronchada.
A ver si así
solo y con todo
compongo de mi sed indecible
el tremendo suceder de la Totalidad.
Tú estabas dormida
como el agua que duerme en la alberca …
y yo llegué a ti
como llega
hasta el agua que duerme
la piedra.
Turbé tu remanso y en ondas de amor te quebraste
como en ondas el agua que duerme se quiebra
cuando
llega
a turbar su remanso dormida
la piedra.
Piedra fui para ti, piedra soy
y piedra quiero ser, pero piedra
blanda de sal
que al llegar a ti se disuelva
y en tu cuerpo se quede
y sea
como una levadura de tu carne
y como el hierro de la sangre en tus venas.
Y en tu alma deje una sed infinita
de amarlo todo … y una sed de belleza
insaciable…
eterna…
Escribo para no morirme de pena
para no ahogarme en esta sed de asesinar
que cubre las horribles tardes onanistas
de los afanosos alojos de los cines.
Daría mi sed y mi apellido
por un beso tan solo…
pero solo hay saliva bajo el ardiente
pluscuamperfecto de lo humano.
Me daría por un dios dulce
que me hiciera agonizar en la luz
pero el jinete negro de mis sueños
me invita a la feroz destrucción
de la forma sangrienta de los sepulcros.
Por no entregarme a él, tan verdadero… escribo, hablo,
me devoro en mi propia locura de ser hombre.
No soy más que un escobero
Un guardajoyas cualquiera
Un pisaúvas un matón
No soy más que un angelote.
Soy en esta tierra un pillo
de siete suelas un títere
un tiesto un encapuchado
un fresco que toma el fresco.
Soy un doliente arlequín
y un guardagujas nocturno
un tonto de capirote
un maestrescuela excomulgado.
Además soy ¡qué sé yo!
Un cachivache eterno
Un violín en la cocina
Un palillo en el desierto
Una vela encendida en una roca
Una regadera en el mar
¡Y un andaluz en un andén!
Y tó que tos digo, amigos
d'aquí y d'astí y d'allá
tó, o sé de seguro,
son cosas qu'atros han dito,
qu'atros antis más
han sentiu, y que uey
sentiz con yo...
A mía voz
tremola con os aires
brilla con o sol,
se chela con os cierzos,
s'aflama con as calors...
A mía voz ye a de tú
y a d'ixa chen
que no conexemos
ni tú ni yo.
Ye a vida de nusatros,
d'os que nos fa mal
o corazón,
d'os qu'encara somos ninóns
con o peso d'as añadas
y as arrugas d'o dolor...
A mía voz
¿en tiengo encara de voz?
ye de tú, amigo,
no a deixes morir en yo.
En todas las veredas sangran seres humanos
Ha llegado la hora de todos los heridos
Ya no es tiempo de hablar de hamacas y de miel
Hay duelo por doquier y voces de conmoción
Me despierto y veo que el mundo es una pesadilla
Pronto mi oreja se llena de estruendo
El canto de los pájaros del amanecer
no acapara más mi conciencia filarmónica
Tanto alboroto en el mundo tanta disonancia
Salgo del sueño y se acaba el sueño para mí
El alba se cubre de nubes y es otra vez de noche
No es que muera de amor, muero de ti.
Muero de ti, amor, de amor de ti,
de urgencia mía de mi piel de ti,
de mi alma de ti y de mi boca
y del insoportable que yo soy sin ti.
Muero de ti y de mí, muero de ambos,
de nosotros, de ese,
desgarrado, partido,
me muero, te muero, lo morimos.
Morimos en mi cuarto en que estoy solo,
en mi cama en que faltas,
en la calle donde mi brazo va vacío,
en el cine y los parques, los tranvías,
los lugares donde mi hombro acostumbra tu cabeza
y mi mano tu mano
y todo yo te sé como yo mismo.
Morimos en el sitio que le he prestado al aire
para que estés fuera de mí,
y en el lugar en que el aire se acaba
cuando te echo mi piel encima
y nos conocemos en nosotros, separados del mundo,
dichosa, penetrada, y cierto, interminable.
Morimos, lo sabemos, lo ignoran, nos morimos
entre los dos, ahora, separados,
del uno al otro, diariamente,
cayéndonos en múltiples estatuas,
en gestos que no vemos,
en nuestras manos que nos necesitan.
Nos morimos, amor, muero en tu vientre
que no muerdo ni beso,
en tus muslos dulcísimos y vivos,
en tu carne sin fin, muero de máscaras,
de triángulos obscuros e incesantes.
Muero de mi cuerpo y de tu cuerpo,
de nuestra muerte, amor, muero, morimos.
En el pozo de amor a todas horas,
inconsolable, a gritos,
dentro de mí, quiero decir, te llamo,
te llaman los que nacen, los que vienen
de atrás, de ti, los que a ti llegan.
Nos morimos, amor, y nada hacemos
sino morirnos más, hora tras hora,
y escribirnos y hablarnos y morirnos.